He de llorar contigo querido amigo. Lo he de hacer por ti y contigo. Lo hemos de hacer juntos. Lloraré y llorarás. Llorarás y yo lo haré contigo. Juntos derramaremos lágrimas por tu pérdida, por tu padre que se ha marchado sin buscar su destino. Ha muerto, lo sé. Lo sabes mejor que nadie. Ha muerto y quisieras no saberlo. Quisieras que no hubiese sucedido. Ha muerto y tú estás vivo. ¿Por qué? No lo sé. Nadie lo sabe. Nadie entiende por qué. ¿Por qué aquí y ahora? ¿Por qué él? Y quizás no exista un por qué. Quizás las cosas solo son como deben ser y uno solo debe reaccionar como uno es. En mi caso, lloro. Esa es mi reacción. Derramo lágrimas para acompañar las tuyas. Lágrimas que, aunque brotan sinceras de un sufrimiento compartido, aparecen nimias junto a las que derramas tú por tu padre. Porque tu lamento surge de una realidad insondable para mi entendimiento, una realidad desoladora, un sentimiento de abandono que solo conoce quien lo ha vivido. No creas que soy un insensible. No lo soy. Por eso lloro. Me deshago en un llanto incontenible. Lloro por ti y por tu padre. Lloro contigo y con tu padre, que llora por ti, por tu madre y por toda su familia. Él llora por tener que irse, por no poder llevarlos consigo, por no poder compartir ahora el cielo con sus seres más queridos. Él llora ahora y tú con él y yo contigo. Pero él pronto dejará de llorar y sonreirá y se deshará en un gozo incontenible. Y tú pronto dejarás de llorar al comprender profundamente la nueva realidad —la eternidad gozosa— de quien se ha ido. Y yo te acompañaré a ti y a tu padre en ese gozo. Reiré y reirás. Reirás y yo lo haré contigo. Reiremos, juntos, por tu padre que se ha marchado sin buscar su destino.
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