El ser humano no está hecho para sí mismo. El porqué de su creación no se cierra sobre él mismo. Está hecho por y para su Creador. Cuando un artista esculpe su obra, no lo hace por la obra en sí, lo hace para sí mismo y para el resto. Cuando Dios crea al ser humano, lo hace para Él y para el resto. Quizá en algún oído sensible, esta afirmación suene egoísta. Sin embargo, creo firmemente en ella y, para evitar malentendidos, paso a explicarla a continuación.
En mi corta experiencia como escritor, he reconocido un impulso inicial, un deseo de expresar una idea. Este primer movimiento interior nace, ciertamente, de la percepción de un fenómeno exterior; sin embargo, es este impulso el verdadero origen del escrito. No es suficiente haber observado un objeto o suceso para empezar a escribir. Sin un deseo de expresar una idea desprendida de lo observado, no habría nada escrito. Dicho impulso lleva a un escritor a querer transmitir una idea sirviéndose de las palabras adecuadas. Lo hace para sí mismo en cuanto que precisa colmar ese deseo inicial; lo hace para el resto si piensa en su obra como una expresión, en cuyo caso necesita de espectadores que puedan apreciarla. Desde esta perspectiva, incluso el escritor más egoísta desarrolla su obra con la intención de compartir, debido a que es una forma de expresión y, como se incluye en su acepción, la expresión implica a terceros.
Basado en esa exigua experiencia, hago una analogía con la creación del universo y, específicamente, del ser humano. Dios crea al hombre para Él; pero, no lo hace para satisfacer ninguna necesidad, ya que no tiene ninguna. Lo hace como manifestación de ese Amor tan sublime que desea compartir; se podría decir que "colma esa necesidad", ese impulso inicial, si se entiende a la necesidad, no como un vacío que habría que llenar, sino más bien como un desbordamiento de lo incontenible. De forma análoga a como el escritor comparte su escrito con otros, Dios comparte su amor con nosotros.
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