¡Feliz Navidad!
Son pocos los hombres que se detienen a contemplar el cielo. Todavía menos los que verdaderamente lo entienden. Buscan señales cuando no las hay y, cuando están, las desprecian. Su simple belleza debería elevarlos a pensamientos sublimes y encenderlos en un amor inmaculado. ¡Oh pobres infelices! Si tan solo pudiera descender para enseñarles a apreciar la asombrosa danza de las estrellas en el firmamento. Coronado por la incomparable luna, este muestra su esplendor sin recato. Es un espectáculo digno de verse. Sin embargo, cada una debe ocupar su lugar… el mío está en el escenario, no en el público.
Contemplo, una vez más, al planeta girando despacio sobre su propio eje. Las personas duermen o se preparan para hacerlo. Por mi parte, ilumino levemente sus noches. Pero… ¿qué está sucediendo? De repente, resplandezco con mayor intensidad. La luminosidad que expido ahora, ensombrece a otras estrellas y semeja a la de la luna llena. Me pregunto quién será el autor de este prodigio y cuál el motivo de su proceder.
Puedo apreciar con mayor claridad los vastos territorios y la gente que los puebla. Sus rostros hablan de tristezas, pérdidas, amarguras, añoranzas… Sus corazones claman con un grito de esperanza. Una esperanza que mora en su interior, anónima, insignificante. Una esperanza que sobrevive, no gracias al alimento que le proporcionamos, sino porque es imperecedera. Una esperanza que subsistirá mientras perdure la vida y, luego, solo se tornará en certeza.
Veo ahora un rostro diferente. Lo ilumina el propio conocimiento del interior de su corazón. El saber qué es lo que llena su alma, qué mueve sus acciones y hacia dónde se dirige. Un rostro encendido por la luz de la esperanza, que se vuelve confiado hacia el firmamento en busca de una señal inequívoca que guíe su porvenir. Mira largamente en la dirección en que me encuentro. Nuestras miradas se cruzan. Sonríe. Parece que halló lo que buscaba.
Ahora son tres los personajes que vuelven su mirada frecuentemente hacía mí, mientras caminan día y noche. Aparecen a mis ojos como depredadores que han hallado en mí una deliciosa presa a la que no piensan dejar ir. Nunca me alcanzarán. Nos separa una distancia impracticable. Pero, ¿acaso seré yo el objetivo de su aventura? No lo creo. Deben tener otra razón.
Estos hombres caminan felices. No pierden la alegría, a pesar del cansancio provocado por el trajín. El motivo que los mueve hace algo más que moverlos, los llena. Inunda su alma hasta el punto de lanzarlos a una empresa que es, a la vez, agotadora y feliz. Buscan al Mesías, al que ha de venir. En mí han encontrado un guía inconsciente de su misión. Ahora entiendo la razón de mi luminiscencia. Ahora entiendo el porqué de mi existir.
Hace poco reconocí a la familia de la que el Mesías debía nacer. Un hombre joven y fuerte, y una mujer hermosa. Ambos, modestos. Ninguno, de la nobleza. Me pareció extraño que el Hijo de Dios no viniera con mayor esplendor. De todos modos, yo soy una simple estrella acostumbrada a lucir. Quizá por esto no soy capaz de comprender tal actuación. Tal vez, por la misma razón fui desechado como guía, por mi incapacidad para entender un simple hecho. Seguramente, una mejor estrella fue elegida para este delicado encargo. Llevo algunos días sin ver a los tres hombres.
En mi oculta visión del mundo, pude apreciar el acontecimiento más importante visto hasta ahora. Un momento lleno de emoción, engrandecido por la tensión previa: una mujer a punto de dar a luz, acompañada por un hombre desesperado por encontrar un sitio. Todas las puertas cerradas. Nadie tiene un lugar para el Mesías. Al fin, un establo. Un buey y una burra. Un pesebre. Alegría, felicidad verdadera. Los ángeles aparecen para adorar al Niño. Pastores acuden con presteza a reverenciarlo. En el frío de la noche, el establo es un foco de caluroso amor. Resplandece más que el sol, porque es el Sol el que ha nacido, la Luz que ha venido a iluminar las tinieblas del mundo. Y es su luz la que ha encendido de nuevo a esta estrella que ha comprendido la humildad de su Creador.
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