La pelota se eleva alta sobre la cabeza del jugador. Esférica, pequeña, verde… vacía. Gira vanidosa en el aire, al compás del viento. La raqueta, adherida a la mano derecha del jugador, se detiene a la altura de la cadera al ver la errada trayectoria de la pelota. La deja seguir hasta que toca el suelo y rebota. Vuelve a tomarla en su mano izquierda. Tres veces toca el piso y regresa a su mano, antes de volver a elevarse alta sobre su cabeza. Su brazo derecho dibuja una pirueta y la raqueta golpea decididamente la pelota. Cruza velozmente el aire, dirigiéndose hacia el otro lado de la red. El segundo tenista está entrado en años. Al igual que su contrincante es de huesos anchos, pero ágil en sus movimientos. Reacciona y devuelve la pelota con un tiro cruzado. Uno tras otro, los golpes se suceden. El partido se vuelve una verdadera batalla por el punto. Ninguno está dispuesto a perder la cerveza que está en juego. A pesar de la motivación, sus cuerpos se vuelven pesados –más pesados- por el cansancio. Los golpes son cada vez menos vehementes. Los movimientos, menos atléticos. Ahora todos los tiros se dirigen al centro de la pista. En un consenso tácito, ambos jugadores han decidido evitar la fatiga. El silencio del tenis, generalmente motivado por el respeto a los jugadores, pronto se pierde en un murmullo de desaprobación. El reducido público que había acudido a presenciar el partido, se levanta de sus asientos y deja a los jugadores jugando solos. Al ver esta reacción, ambos tenistas sueltan la raqueta, caminan hacia la red y estrechan sus manos. Si no existen testigos, el ganador de la apuesta se convierte en plural: ambos beberán la cerveza. Media botella para cada uno, porque son “chiros”. Media botella por la victoria. Media botella de felicidad.
Para Santi y Ricardo
Para Santi y Ricardo
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