Para Mario Rafael
Recibe un pase cruzado. El balón desciende suavemente hasta posarse sobre el césped, junto a su pie derecho. El número tres vuelve a presentarse frente a él, listo para el duelo. A sus espaldas aparece el hombre más alto del campo dispuesto a presentar batalla si fuera necesario. La línea que marca el límite derecho yace inmóvil junto a él. Más allá, desde la tribuna, una muchedumbre incoa la canción que lo representa. En sus casas, los fanáticos esperan imperturbables la jugada que lo llenará de gloria.
La parte superior de su cuerpo se desplaza hacia la izquierda. Su pie permanece quieto, adherido al balón. El tres apoya todo su peso sobre su pierna derecha, siguiendo el movimiento del contrincante, en armonía con la jugada. El hombre alto dirige, violento, su pie hacia el balón desprotegido. Ni la duda, ni el miedo aparecen en el rostro del poseedor de la pelota. En un movimiento imperceptible y elegante, pasa el balón de su pie derecho al izquierdo. Al instante, mientras el tres se lanza entero en esa dirección y el otro jugador pierde el equilibrio al no encontrar la pelota donde la había buscado, el balón se eleva delicadamente hacia el frente y en seguida se ve al jugador salir airoso de la marca.
Su momento de gloria llegó: el público se estremece, grita, llora de alegría al ver al nuevo jugador realizar una hermosa jugada. Pero, a la vez que llega su momento, se va. Dura un instante y nada más. El jugador centra y el balón cruza el aire hacia el punto del penal. El número nueve, su compañero, delantero de su equipo, impacta el balón con la cabeza. El árbitro pita mientras señala el centro del campo. La hinchada vuelve a su cantar eufórico, pero esta vez las voces claman por el nueve, el jugador más fiel al equipo. Ahora sabe que necesitará más que una bella jugada para ganarse a la hinchada.
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