Es increíble pensar cómo un ser tan insignificante fue capaz de acometer semejante hazaña. Perteneciente a una raza cómoda, lejana a cualquier esfuerzo, completamente excluida de la guerra, fue la escogida para destruir el anillo. Ha pasado tanto tiempo que la historia pronto se convirtió en leyenda. Tal vez sea mejor así. En tiempos como los que transcurren, la historia se manipula, la leyenda permanece intacta.
Sin duda, ese pequeño ser enseñó al mundo el valor de lo ordinario. Lo cotidiano, nimio, pero cimiento de lo grandioso. Hubiera querido apreciar esta enseñanza al inicio de mi vida, cuando era joven. Es cierto que aún conservo mi aspecto, gracia de la inmortalidad, pero en mi interior los años han dejado una huella profunda. La lucidez permanece; incluso parece haber aumentado con los años. Sin embargo, perdí la sencillez hace muchas décadas y no había sentido su pérdida hasta ahora.
El amor era para mí una idea excelsa y, por sublime, inefable. Los sentimientos eran burdas herramientas para afectar innecesariamente el trato mutuo; exageraciones bastas que debían evitar los de mi raza. Ninguno de los dos conceptos era, para mí, accesible. Creía hallarme por encima de toda idea, en mera contemplación del mundo que las contenía.
Largo tiempo viví solitario en ese mundo ideal. Pero, la vida me ha enseñado que ningún ser sobre la tierra es capaz de adivinar su porvenir. Todos están dominados por el sombrío juego del destino. Incluso los magos deben ceñirse al entramado de un plan desconocido. Pues yo, aunque inmortal, seguía siendo intrascendente ante sus designios. Y fue así como éste decidió que yo era un actor digno para su comedia. El amor atraviesa las murallas de mi entendimiento y me sumerge en sus aguas.
Ahora, el mundo como lo conocía se derrumba. Las ideas ya no son intangibles, ni yo un mero espectador fascinado por su belleza. La vida, la amistad, la alegría vuelven a tomar su forma específica. Se despojan de los disfraces que yo, arteramente, había puesto sobre ellas. Bailan ante mí con su forma verdadera y su contemplación —por primera vez— produce en mí un gozo indescriptible. Sin embargo, la inteligencia se fija solo en una idea: el amor. Sigue siendo sublime, pero, ahora, asequible.
Lo que he dicho puede dar paso al equívoco. He visto muchas mujeres en mi vida. Todas hermosas. Todas perfectas. Ninguna especial. La que contemplo en este instante lo es. De una raza distinta —antes la hubiera denominado inferior—, goza de un aire pueril. Se vislumbra su sencillez a través de su mirada limpia. Todos sus movimientos son gráciles y sin complicación. Expresa sus pensamientos sin temor a equivocarse, sin miedo a parecer algo que no es. Es ella misma. Ella con sus pensamientos simples, pero profundos. Ella con sus sentimientos sinceros, manifiestos. Ella… conmigo. Así debe ser.
Quien la viera apreciaría esos detalles que la adornan. Sus ojos traslucen un alma pura, alegre, —¿cómo decirlo?—… viva. Durante mucho tiempo —esto lo entiendo mientras la contemplo— he estado muerto. Ciertamente la sangre corría por mis miembros y el alma permanecía en su sitio, pero la vida me había abandonado tiempo atrás. En realidad, fui yo quien la apartó al buscar el ideal, su perfección, donde era imposible que la encontrara. Ahora, la vida retorna acompañada del mejor regalo: ella.
El miedo abate, una y otra vez, a un cuerpo que lucha por alcanzar a esa mujer. Miedo a que sea una idea, una de las que pertenecieron a ese mundo caído, largamente contemplado. Y, aún si no lo es, siento miedo a que comparta su sublimidad; así, lo imposible se establecería inexorable entre ambos. Si tan solo mostrara una señal. Algo que indique su apertura, una vía de ascenso hacia su elevada virtud… ahora… me mira.
Descubro en estos arduos momentos que soy más fuerte de lo que sospechaba. Mi voluntad se aferra a la realidad de su encanto y logro acercarme temeroso. Mientras camino hacia ella, con la certeza de su correspondencia —certeza reflejada en su semblante—, el universo se vuelve un caos. La inteligencia, la voluntad, las sensaciones se confunden. Los recuerdos se difuminan y la luz deja mis ojos. Caigo inconsciente.
Abro los ojos. La veo junto a mí, sosteniendo mis manos. Las aprieto contra mi pecho. Me sonríe. Noto mi cuerpo ligeramente distinto. Las fuerzas han desamparado al inmortal, la vida —una vez más— se ha escapado de mis miembros. Dejo de ser un inmortal. He decidido pertenecerle a ella.
Paradójicamente, ahora que no viviré eternamente, que pereceré como un mortal, sé que poseo la vida en plenitud, a su lado.
Para Guillo
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