Lo que Perdí

Para mi ñaña.

Supongo que debo aceptar la vida como es. Los días transcurren presurosos, uno detrás de otro, semejantes a niños esperando su turno para jugar un videojuego. Sensaciones, pensamientos y pasiones fluyen con la misma rapidez e intensidad. Son pocos los que soportan este ritmo de vida… menos aún, los que lo aman.

Pues en este rápido sucederse del tiempo me encontré de pie en un país desconocido. Pronto me vi desamparada en la soledad de lo novedoso. Volví a ser una niña temerosa. La misma niña con cuatro hermanos que había temido sus ideas y juegos salvajes. La niña que había dejado de ser hace mucho tiempo.

En ese instante me di cuenta de la pequeñez de mi vida, de su insignificancia. Títulos, honores e, incluso, amistades, familia… todo quedaba atrás. Seguían siendo un apoyo, pero lejano y casi imperceptible. Los quería con igual cariño y mayor intensidad, sin embargo, su ausencia amplificaba mi soledad.

Fue ese el inicio de una carrera de la que saldría victoriosa. Con arrojo y firmeza avancé por el camino. Pero, sobre todo, caminé con soltura y buen humor. Cuando era pequeña había presenciado muchas pérdidas (al menos en las películas cursis que veía constantemente), siendo una sola cosa la que siempre permanecía intacta: el buen humor (sobre todo el del mejor hermano que puede tener y/o desear cualquier persona sobre la tierra). Así, aprendí a “payasear” en los momentos oportunos, para hacer más agradable la vida a los demás.

Pero, como nada en este mundo es perfecto, sucedió eso que siempre sucede con las personas de mi país cuando se van a otro país. Debo decir que no fue mi culpa. Nunca quise renegar de mis raíces, de hecho, son todo lo que tengo para sostener este árbol hecho para dar muchos frutos. Hice todo lo posible por permanecer, pero el cambio fue inevitable. La adaptación debía completarse para alcanzar la perfección. Poco a poco, empecé a caminar en zapatos distintos. Los paseos por la plaza adquirieron un tono diferente. Las canciones sugerían que la metamorfosis había llegado al culmen. Lo demás fue accidental. Palabras como ordenador, vale y coche se adhirieron sutilmente en mi nuevo lenguaje.

Ahora tengo la certeza de haber perdido mi propia manera de hablar. He adoptado el encantador acento de los españoles.

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