El peso de la oscuridad presiona levemente la superficie de mi subconsciente, generando una terrible pesadilla. Ésta ha sido el artífice de mi retorno del regazo de Morfeo. Abro los ojos intentando divisar mis manos, pero no lo logro: la oscuridad es impenetrable. Estiro mi mano para encender la lámpara en la mesa de mi derecha, pero no está. Un sentimiento desagradable invade mi espíritu altamente excitable. Conozco este sentimiento, el de vacío exterior donde la duda es la protagonista. En esos momentos, hasta el ser más firme duda de su alrededor. La imaginación trabaja a una velocidad de vértigo, alimentándose de la memoria y del subconsciente para formar las más disparatadas fantasías.
Aparecen ante mí una serie de ilusorios fantasmas: el gato tuerto, el moribundo hipnotizado, mi conciencia personificada, los monjes del medievo… visiones tenebrosas, frutos de mi lectura apasionada de los cuentos de Poe. Siento la mirada de reproche del gato negro; puedo escuchar la voz cansada, nacida de la profundidad, del moribundo rogando por el descanso final; llena mi alma el remordimiento ante la aparición del reflejo de mi conciencia; desgarra mi camisa el péndulo que pasa rasante por mi pecho… No obstante, logro sacudir mi cabeza y retornar a la realidad.
Vuelvo a intentar encender una luz, esta vez a mi izquierda. Vacío. Un vacío distinto al anterior, nuevo alimento de mi exagerada imaginación. Escucho pasos en la lejanía, conversaciones agitadas, cadenas pesadamente arrastradas. Sin embargo, sé que deben ser producto de la melodía cansada del viento o del crujir de la hojarasca.
Pasos. Cadenas. Maullido. Risas. Recojo mis pies. Espero en posición fetal la inminencia del peligro. Cierro los ojos aunque no exista ninguna diferencia con tenerlos abiertos. Recito en mi mente oraciones casi olvidadas. El corazón late veloz, amenaza con saltar del pecho. La oscuridad presiona, no solo ya mi conciencia, sino todo mi ser.
Antes de permitir la huida de la cordura, reúno todo el valor necesario para levantarme. Así lo hago y corro hacia la pared frontal. Busco desesperadamente el interruptor. Mis manos recorren raudas la pared de arriba abajo queriendo encontrarlo. Pronto tropiezan con el interruptor. Entonces, todo temor desaparece, dando paso a la risa. Río como un desquiciado al darme cuenta de mi estupidez. Había olvidado que estaba durmiendo en la casa de un amigo.
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