Salida


Quería irse, pero había algo que lo detenía. A sus cuarenta y nueve años, su vida era un fracaso. Había intentado ser un gran escritor, tener un nombre sonando en las altas esferas de la sociedad… en vano. Su sueño había sido editar grandes revistas, libros vendidos por millones, periódicos de gran renombre… en vano. Claramente, no era su vida profesional lo que lo detenía.

Pensó que, quizá, la costumbre lo frenaba en su afán de salir. ¿Acaso era él lo suficientemente fuerte para dejar la rutina? Cuando el hombre se acostumbra, sea a lo bueno o a lo malo, es muy difícil abandonarlo. Un ebrio no deja fácilmente el alcohol. Un buen sacerdote no deja de confesar más que en casos extremos. En su caso, podría haberse acostumbrado a la mala vida del escritor con poco éxito, al lugar maltrecho al que llamaba casa. No. Esa no era la causa de su detenimiento. Un escritor como él está siempre dispuesto al cambio. Definitivamente, esa no era la razón.

Tal vez, la esperanza impedía su huida. Sí, es verdad, había fracasado hasta ahora en la realización de sus sueños, pero nada de esto significaba un futuro desgraciado. Siempre queda esperanza; incluso existe un dicho: “la esperanza es lo último que se pierde”. Sin embargo, en el fondo, ya no quedaba lo suficiente de ese elixir. Lo había intentado todo, en todos los sitios. Esta ciudad no valoraba su intelecto. Entonces, no era la esperanza el asidero.

Tal vez fuera el miedo. Miedo al fracaso… ¡No! Ese miedo irracional, que muchos jóvenes experimentan, había sido superado largamente por su experiencia. Miedo al cambio… ¡Imposible! Ya había dejado clara su apertura al cambio. Miedo a… miedo a lo incierto. ¡Sí! Eso era: miedo a lo incierto. No saber lo que le deparaba el futuro lo llenaba de un miedo feroz. Pero, a pesar de sentir el miedo corroer sus entrañas, él sabía que no era suficiente obstáculo para detener su huida. En poco, trocaría el miedo en tema de sus cuentos, liberándose de su angustiante peso.

Se acercó a la puerta. Tomó el pestillo y lo giró despacio. Si no existía razón para quedarse, lo lógico era irse. Abrió la puerta. Sintió la brisa de la noche refrescar sus cansados párpados. Mientras aspiraba profundamente el aire nocturno, un aroma cálido, dulce y familiar llenó su memoria. Abrió los ojos para encontrarse con la figura de su hermosa esposa que volvía del trabajo. Ella era su ancla, su ligera y bella ancla, minada poco a poco en su memoria por el temprano alzheimer que padecía.

Comentarios